11.03.2011

V

Mi cuarto tenía ventanas que daban a uno de los empedrados, del otro lado del empedrado había un guayabo. De ese guayabo tomé frutas, ramas y recuerdos. Recuerdos que me acompañaron de regreso al cuarto.

En ese cuarto escuché cánticos en sánscrito, vi manifestaciones de energía, me desperté de sueños y pesadillas. También me desperté muchas mañanas antes del amanecer, particularmente antes de clases para escabullirme fuera de casa, a la brisa de la mañana que roba el vaho de manera lenta y sublime, a el aroma de tierra húmeda y fresca.

Salía descalso, una playera y pantalón, siempre en busca del mismo destino: la caballeriza. Más que el acerrín o las herraduras oxidadas, más que el placer de salir de la casa, era la aventura y la complicidad de tomar un caballo cuando debería estar preparándome para clases.

Todos los recuerdos terminan igual, con mi mamá apurada manejando con la puerta del bocho abierta, buscándome y encontrándome con los zapatos y mi cambio de ropa listo para ir a Piolín, mi jardín de niños, mientras me cambiaba en el camino.

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